La Estación de Abejera
Recuerdos de S.P.B.
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En un frío enero de 1954, a los pocos días de mi inusual nacimiento en Zamora,
mis padres me trasladaron en tren a Abejera, donde vivían. Fue mi primer viaje
y el primer contacto con el ferrocarril, con la estación, con la carretera macadam que la une al pueblo.
Veíamos
pasar los trenes entre la expectación, la admiración y el miedo a acercarnos
-versión hombre del saco- que nos transmitían y que los rostros tiznados por el
carbón de los maquinistas y fogoneros contribuían a acrecentar.
A los
trenes expresos nunca los veíamos porque circulaban a altas horas de la noche,
pero oíamos hablar de su existencia lo que le confería un halo de misterio.
Y
los veíamos pasar, porque los viajes sólo se hacían por necesidad y se
limitaban a la ida a Zamora y el regreso en dos de ellos: el ligerillo
–principalmente- y el correo.
Algunos
se detenían en la estación para realizar cruces o, menos frecuentemente, para
descargar alguna mercancía. A veces, uno se estacionaba a la altura del pueblo
-donde actualmente se encuentra el apeadero- para cargar en las bateas la piedra
destinada al balasto que, previamente, algunos hombres habían acarreado y
machacado; el lugar se encontraba cerca de la escuela, lo que permitía
contemplar al tren con mayor detenimiento.
Tanta
atracción ejercían sobre nosotros que estaban incorporados a nuestros juegos;
hileras de niños agarrados por la cintura simulaban trenes que –con efecto
sonoro incluido- circulaban, se detenían o maniobraban en ficticias líneas o
estaciones siguiendo las indicaciones de los que ejercían de jefes de estación.
Y cuantas cosas se podían transportar en ristras de pequeñas latas de sardinas
unidas por alambres.
A
través de su continuo paso se podían observar los cambios tecnológicos. Las
locomotoras de vapor fueron cediendo el paso a las diesel; los TAF, TER y TALGO
fueron sucediéndose envueltos siempre en un aura de elegancia; y el tren de
mercancías repleto de automóviles Citroen 2 cv mostraba la existencia de éstos.
Recuerdo
mis viajes en el ligerillo que circulaba por las mañanas en dirección Zamora y
por las tardes hacia Orense con su locomotora de vapor, su sonido característico
y los coches de madera con balconcillos.
El
correo -también llamado el amarillo por el color de las franjas de su locomotora diesel-
circulaba en sentido contrario al ligerillo; era más moderno, elegante y disponía
de coches compartimentados.
La
estación contrastaba con la precariedad de las viviendas de las poblaciones
cercanas y representaba un urbanismo radicalmente distinto. En un recinto
delimitado por una tapia se alzaban, entre arbolado y jardines cuidados, bellas
edificaciones, sólidas, magníficamente construidas, saludables, dotadas de agua
corriente, saneamientos, luz eléctrica, cocinas económicas y otros adelantos,
que estaban habitadas por una pequeña comunidad integrada por el jefe de
estación, el factor, el guardagujas, el capataz y sus respectivas familias.
Una vez,
el maestro y unos pocos niños realizamos una excursión por las peñas cercanas a
la estación y bajamos hasta ella. El jefe de estación nos invitó a su casa,
donde con asombro pudimos ver, por primera vez, una corrida de toros entre la
“nieve” de la pantalla del televisor.
El jefe
de estación solía tener, también, otro detalle especial; cuando en el exterior
hacía mucho frío, compartía el calor de la estufa de carbón del gabinete de
circulación dotado con una tecnología asombrosa y, para mi, desconocida. Allí
observaba como continuaba desarrollando su tarea, hipnotizado por el teléfono
escalonado y, sobre todo, por la magia del enclavamiento. Una de las veces,
tendría yo diez años, me ofreció manejarlo y, con gran emoción, siguiendo sus
indicaciones, sobre el esquema de vías del tablero fui colocando las llaves en
la dirección precisa para encaminar al tren por la adecuada.
Sin
embargo, me parecía inexplicable que la estación se encontrara tan alejada del
pueblo, a una distancia aproximada de dos kilómetros, a pesar de que la línea
del ferrocarril pasara cerca de éste. Ello conllevaba realizar caminatas para ir
a coger el tren y para volver; en invierno el tren regresaba cuando ya había
anochecido y el desplazamiento al pueblo, por la carretera sin asfaltar, se
realizaba en la oscuridad absoluta. Por tanto, era frecuente acompañar o recoger
a los allegados que viajaban; suponía una fiesta y por las tardes, cuando me
acercaba con el caballo a recoger a mi padre, solía ir con tiempo disponible
para disfrutar del entorno, de las instalaciones y, cuando era la temporada, del
fruto de las moreras.
Con el
tiempo, la estación fue cerrada y las vías desmanteladas, quedando relegada al
abandono, la desidia y al olvido. La sigo visitando con una mezcla de nostalgia
y de tristeza por su progresivo deterioro y trato de pensar que, quizá, su
solidez lo enlentezca. En la quietud actual, la recuerdo esplendorosa y vital;
si cierro los ojos, aún puedo ver el imponente reloj en la fachada del andén
y, cuando algún tren se acerca, al jefe de estación levantarse de su mesa de
madera, colocarse la gorra, agarrar el banderín y dirigirse al andén.
Sumido en estos recuerdos, deseo que algún día sea recuperada y valorada; entretanto, me conforta sentir que existen personas y colectivos que la aprecian por lo que fue y por lo que es e intentan rescatarla del olvido. >>
S.P.B.